martes, 28 de agosto de 2012

A las palabras se las lleva el viento

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Esta vez me va a escuchar. Se las voy a decir todas juntas. Y si me tiene que rajar que me raje, pero no aguanto más. Voy a ir ahora mismo a su escritorio y me va a escuchar. Y que me escuche toda la oficina. No me importa. Ahí voy...
Acá estoy... ah seguís hablando por teléfono, total no existo. No, no pongas esa carita. Vine a decirte que estoy harto de que siempre me hagas lo mismo. Te pido una bonificación para un cliente y me decís " si, no hay problema" y cuando vuelvo una semana después con la venta cerrada me decís "Yo no te dije eso. No le podemos bonificar". Y soy yo el que tiene que poner la cara. O cuando te pido un día por trámites y me decís "No hay drama, avisame un día antes" y después me decís "¿Mañana? Imposible, si querés otro día....." O lo que me hiciste con las vacaciones. Te pedí tres semanas juntas en Enero y me diste Febrero y separadas y después me dijiste que te debía una cerveza por las fechas que me conseguiste. No te contesté porque iba en cana.
Igual no pienso sacarte más tiempo así que no pongas caras. Vine a decirte, a advertirte, a comunicarte, que la próxima vez que me niegues algo que me dijiste, no voy a poner cara de frustración. Te voy a embocar directamente.
¿Esta claro?
Ah cortaste.

-Sí disculpa. No me largaba más el gerente. Parecés tenso. ¿Me querías decir algo?
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viernes, 24 de agosto de 2012

El sendero


Como una lluvia de dagas, los rayos del sol atraviesan mi cuerpo. No puedo enfrentar su rostro, sólo veo mis pies que se desplazan por el sendero, entre piedras, pastos y charcos. Mi cabello se pega a mi cara y las gotas saladas desbordan el incompleto dique que forman mis cejas. La visión se nubla por momentos y ya me arde esta caminata. Sólo me refresca el sonido del arroyo que cae a mi lado y me sirve de guía. La carga está pesada pero bien vale el esfuerzo. Un manto de algodón cruza el cielo sobre mí. Levanto mi cabeza y veo como el sendero y el arroyo, se escapan juntos hacia el verde profundo. Los sigo y me refugio de las llamas invisibles. Una manada de sombras me envuelve, me arrodillo casi venerando a mis verdes protectores. El agua está más fresca bajo este techo de ramas y hojas nuevas, se cuela por mis manos y aunque llega menos de la mitad a mi boca, alcanza para hidratar mi alma. Sería un buen momento para separarme del botín y descansar mi espalda, pero no queda mucho tiempo y siento ya, que carga y hombre somos uno. Abandono este pequeño oasis y sigo descendiendo junto a mi guía cristalino. Las quemaduras de mi piel reciben una tregua cuando todo comienza a oscurecer de pronto. Un estruendo hace temblar la montaña. El cielo entero se enciende un segundo dejándome ver sus venas. Las gotas golpean con furia el paisaje. Calman mis quemaduras pero duplican el peso que llevo. Ajusto las tiras de mi mochila y me aferro como nunca a mi tesoro. El sendero se mancha de piedras que forman escaleras naturales. Por momentos mis pies son cubiertos por agua y barro que bajan a toda velocidad. Ya no veo el camino pero sigo a tientas hacia la cornisa. El arroyo se separa del sendero. Es angosto el paso por la grieta de piedra, pero del otro lado estaré a pasos de huir con mi futuro asegurado. Es difícil el pasaje, debo ayudarme con mis manos. Abajo está ahora el arroyo amenazante.
Las manos todavía me tiemblan. Sigo escupiendo agua y casi no puedo escribir. En mis oídos sigue resonando ese estallido del cielo que me hizo perder el equilibrio. Los brazos del arroyo me llevaron hasta el fondo en pocos segundos. Las fuerzas naturales se aliaron en mi contra. Tuve que optar entre mi vida y la estatua dorada.
Lo que pertenece a la montaña morirá en la montaña.

martes, 21 de agosto de 2012

El reencuentro

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Cuando recibí el llamado, aquel martes por la noche, sentí que el túnel del tiempo se abría frente a mis ojos. La voz de Marina sonaba igual que hace veinte años, cuando se fue del colegio.
La noticia de un reencuentro con mis compañeros de secundaria me sorprendió, pero la idea de volver a verla me hizo cancelar cualquier plan para ese finde.
Juntarnos en la quinta de los padres de Luciana fue una buena idea. Ahí mismo habíamos organizado una especie de despedida de quinto año, pocos meses antes de terminar el secundario. Aquella vez la pasamos muy bien. Hubo hamburguesas, fútbol, pileta, fotos, y hasta quedó tiempo para decirnos esas cosas que se sabe, uno no va a repetir por mucho tiempo.
La casa había estado deshabitada por muchos años y hacía apenas unos meses que Luciana y sus hermanos la estaban usando nuevamente.
Para mí estaba igual. Con ese mismo estilo que, aunque elegante, ya era viejo en aquella época. La entrada sobre la ruta seguía teniendo el mismo camino de polvo de ladrillo. Los árboles gigantes se sacudían al costado del camino, escoltándonos hasta la puerta. Adentro las paredes blancas se interrumpían con las vigas negras de madera que cruzaban el techo y dividían el comedor. Las sillas estaban en perfecto orden. Varios cuadros colgaban en las paredes y la araña central me hacía pensar en el trabajo que daría limpiarla. El comedor pretendía ser un modelo a escala del de un monarca. Un estilo medieval con el que soñaban sus padres.
Casi todos fueron puntuales. La reunión fue un poco rara al principio. Era difícil evitar la imagen que teníamos de nuestra adolescencia ya que solo en contados casos nos habíamos vuelto a ver con alguno de nuestros compañeros. Nuestro grupo era chico. Solo veintidós llegamos a quinto año, de los casi 40 que éramos en la primaria. Y no por ser menos, éramos más unidos. En Bariloche sentí que éramos 22 grupos de uno.
La cena transcurrió con anécdotas y características nuestras de aquellos años. Luego, la actualización de datos: competencia de divorcios o convivencias fallidas; hijos; algunos casos de soltería crónica etc.
Desde que llegué no pude evitar que me invadieran diferentes sensaciones. El olor a madera de la casa, se mezclaba ahora con el del vino tinto y los pollos a la parrilla. Durante la comida se escuchaban diferentes murmullos y los cuadros de las paredes parecían vigilarnos a todos en nombre de los antiguos dueños. Por momentos mis ojos se quedaban fijos y cruzaban toda la mesa hasta chocar en los de Marina. La casa entera parecía ir absorbiendo la energía del grupo y sacando lo peor de cada uno, a medida que transcurría la noche. Después de la comida, la buena onda inicial se fue tornando escasa. Con algunas copas demás algunos comenzaron a hacerse reclamos añejos. En pocas horas se habían formado las mismas alianzas de aquellos años. Un grupo se acerco al hogar, otros estaban en los sillones de pana, algunos se quedaron en la mesa y otros en la cocina.
Con Marina nos mirábamos sabiendo que, hacía muchos años, dejamos de pertenecer a ese grupo y que ni siquiera después de tanto tiempo se había vuelto un poco más interesante. Las luces eran tenues y faltaba el aire. Las llamas del hogar iluminaban las caras de las chicas más friolentas. De la cocina venían gritos y carcajadas de las criticonas. En la mesa, los más seriecitos.
Esquivé varios grupos para huir de la asfixia. Los ojos verdes de Marina me traspasaron el pecho cuando me la encontré en el pasillo. Casi nos chocamos, sonreímos un segundo y casi sin pensarlo junté mis labios contra los suyos. Nos apoyamos contra la pared y casi tiramos un cuadro. Separé mi cuerpo de ella para tomar aire, la miré y sonreí asintiendo cuando me dijo: “Por qué no nos vamos de acá”
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