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Cuando recibí el llamado, aquel martes por la noche, sentí que el túnel del tiempo se abría frente a mis ojos. La voz de Marina sonaba igual que hace veinte años, cuando se fue del colegio.
La noticia de un reencuentro con mis compañeros de secundaria me sorprendió, pero la idea de volver a verla me hizo cancelar cualquier plan para ese finde.
Juntarnos en la quinta de los padres de Luciana fue una buena idea. Ahí mismo habíamos organizado una especie de despedida de quinto año, pocos meses antes de terminar el secundario. Aquella vez la pasamos muy bien. Hubo hamburguesas, fútbol, pileta, fotos, y hasta quedó tiempo para decirnos esas cosas que se sabe, uno no va a repetir por mucho tiempo.
La casa había estado deshabitada por muchos años y hacía apenas unos meses que Luciana y sus hermanos la estaban usando nuevamente.
Para mí estaba igual. Con ese mismo estilo que, aunque elegante, ya era viejo en aquella época. La entrada sobre la ruta seguía teniendo el mismo camino de polvo de ladrillo. Los árboles gigantes se sacudían al costado del camino, escoltándonos hasta la puerta. Adentro las paredes blancas se interrumpían con las vigas negras de madera que cruzaban el techo y dividían el comedor. Las sillas estaban en perfecto orden. Varios cuadros colgaban en las paredes y la araña central me hacía pensar en el trabajo que daría limpiarla. El comedor pretendía ser un modelo a escala del de un monarca. Un estilo medieval con el que soñaban sus padres.
Casi todos fueron puntuales. La reunión fue un poco rara al principio. Era difícil evitar la imagen que teníamos de nuestra adolescencia ya que solo en contados casos nos habíamos vuelto a ver con alguno de nuestros compañeros. Nuestro grupo era chico. Solo veintidós llegamos a quinto año, de los casi 40 que éramos en la primaria. Y no por ser menos, éramos más unidos. En Bariloche sentí que éramos 22 grupos de uno.
La cena transcurrió con anécdotas y características nuestras de aquellos años. Luego, la actualización de datos: competencia de divorcios o convivencias fallidas; hijos; algunos casos de soltería crónica etc.
Desde que llegué no pude evitar que me invadieran diferentes sensaciones. El olor a madera de la casa, se mezclaba ahora con el del vino tinto y los pollos a la parrilla. Durante la comida se escuchaban diferentes murmullos y los cuadros de las paredes parecían vigilarnos a todos en nombre de los antiguos dueños. Por momentos mis ojos se quedaban fijos y cruzaban toda la mesa hasta chocar en los de Marina. La casa entera parecía ir absorbiendo la energía del grupo y sacando lo peor de cada uno, a medida que transcurría la noche. Después de la comida, la buena onda inicial se fue tornando escasa. Con algunas copas demás algunos comenzaron a hacerse reclamos añejos. En pocas horas se habían formado las mismas alianzas de aquellos años. Un grupo se acerco al hogar, otros estaban en los sillones de pana, algunos se quedaron en la mesa y otros en la cocina.
Con Marina nos mirábamos sabiendo que, hacía muchos años, dejamos de pertenecer a ese grupo y que ni siquiera después de tanto tiempo se había vuelto un poco más interesante. Las luces eran tenues y faltaba el aire. Las llamas del hogar iluminaban las caras de las chicas más friolentas. De la cocina venían gritos y carcajadas de las criticonas. En la mesa, los más seriecitos.
Esquivé varios grupos para huir de la asfixia. Los ojos verdes de Marina me traspasaron el pecho cuando me la encontré en el pasillo. Casi nos chocamos, sonreímos un segundo y casi sin pensarlo junté mis labios contra los suyos. Nos apoyamos contra la pared y casi tiramos un cuadro. Separé mi cuerpo de ella para tomar aire, la miré y sonreí asintiendo cuando me dijo: “Por qué no nos vamos de acá”
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1 comentario:
Ari,
este relato lo escuché en el encuentro..pero no recordaba el sugestivo final.
Aguardo más de tus líneas que me encantan!
Besotesss
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